El Viaje de Luma hacia el Espejo

Luma era una anomalía en un mundo que a menudo se conformaba con saber lo suficiente para sobrevivir. Su curiosidad era una fuerza de la naturaleza, tan persistente como la lluvia en la estación húmeda y tan brillante como sus plumas de un luminoso color turquesa. Desde que era un polluelo, su vida había sido una cadena interminable de preguntas que desarmaban a los más sabios. “¿Por qué las estrellas no se caen?”, le preguntaba a su madre. “¿A dónde va el río cuando desaparece en el horizonte?”, le preguntaba a un martín pescador. “¿Las flores sueñan con las abejas?”, le susurraba a un capullo cerrado.

Su sed de conocimiento era su esencia. Un día, mientras compartía una fruta con Anciano Kael, un mono araña cuyas arrugas contenían más historias que hojas tenía un helecho, escuchó la leyenda. Kael, con su voz pausada, le habló del Loro Arcoíris.

“No es un loro común, pequeña preguntona”, dijo el mono. “Se dice que sus plumas no tienen un solo color, sino todos. Que en lo más profundo de la selva, donde la luz del sol se teje con la sombra, vive este ser cuyo plumaje captura la esencia misma del arcoíris. Pero es un secreto. El arcoíris no se encuentra buscando, sino viendo”.

La mente de Luma se incendió. ¡Un loro con todas las respuestas, porque contenía todos los colores! Tenía que encontrarlo. Ignorando las advertencias sobre los peligros de la selva profunda, emprendió su viaje.

Su odisea fue larga y llena de pruebas. Se adentró en territorios desconocidos, guiada solo por su intuición. Le preguntó a una serpiente coral que se calentaba al sol. “La magia no existe, pajarita”, siseó la serpiente con cinismo. “Solo existe el hambre y la supervivencia”. Luma sintió una punzada de duda, pero continuó.

Más adelante, encontró a una familia de coatíes en pánico porque su cría más pequeña había caído en un hoyo. Luma, recordando cómo trepaba su amigo el mono, les enseñó a entrelazar lianas para crear una cuerda y rescatar al pequeño. Agradecidos, le indicaron un sendero que, según decían, “olía a flores nunca vistas”.

El sendero la llevó a un pantano oscuro donde se perdió durante un día entero, sintiendo por primera vez la soledad y el miedo. Estuvo a punto de darse por vencida, de aceptar que la serpiente tenía razón. Pero entonces vio el rastro de unas mariposas morfo azules, de un color tan intenso que parecían fragmentos de cielo, y su curiosidad fue más fuerte que su desesperación. Las siguió.

Las mariposas la condujeron a un claro que nunca había visto. Un lugar de silencio y paz, donde una pequeña cascada caía en un estanque de agua tan cristalina y quieta que parecía un espejo de obsidiana. Estaba exhausta, sedienta y con el corazón apesadumbrado por el fracaso. Se acercó a la orilla para beber, sin esperar ya encontrar nada.

Al inclinarse, vio un reflejo. Era un loro. Un loro de un asombroso color turquesa, sí, pero había algo más. La luz del sol, filtrada por las hojas de la cascada, golpeaba sus plumas y se refractaba en un espectro de colores deslumbrantes. Vio el rojo intenso de las bayas que había comido, el amarillo vibrante de las orquídeas que había admirado, el azul profundo de las mariposas que había seguido, el verde de las hojas que habían sido su hogar y el violeta de las sombras del atardecer.

Miró a su alrededor, desconcertada. Estaba sola. Volvió a mirar su reflejo, moviendo un ala. El arcoíris se movió con ella.

Una revelación la inundó con la fuerza de la cascada. Anciano Kael tenía razón. La serpiente estaba equivocada. La magia existía. Pero no estaba en otro ser, en un destino lejano. Estaba en ella. Su plumaje no era mágico por sí mismo; se había vuelto un arcoíris por su viaje. Reflejaba los colores de sus experiencias, la luz de su curiosidad, la riqueza de su espíritu inquisitivo.

Luma entendió que el Loro Arcoíris no era una criatura a la que encontrar. Era una verdad a la que llegar. Y ella había llegado. No buscando un tesoro, sino convirtiéndose en uno.

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